Historia de un largo secuestro

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez 

 

 

Todavía no soy capaz de entender cómo mi secuestro pudo durar tantos años.

Desde muy joven comencé a frecuentar a aquel amigo, nos encontrábamos a veces en mi casa, en el estadio y en las fiestas y, poco a poco, sin proponérmelo, nuestra amistad se fue haciendo más fuerte. Recuerdo con claridad que los de mi familia y otras personas cercanas trataban de convencerme de que andar con él no me traería nada bueno e, incluso, me decían que era peligroso. Yo siempre les contestaba que estaban exagerando, además para mí era una amistad normal que no me encadenaba, aunque conforme convivíamos aumentaba mi agrado por compartir todo con él; es más, cuando me puse de novio con la ahora mi esposa, yo no veía ninguna incompatibilidad entre ellos.

No recuerdo el día, a decir verdad, no podría precisar el mes en que ese amigo me secuestró. De repente toda mi vida había quedado atrás: mi mujer y mis hijos; mis padres y hermanos; mi trabajo y mis éxitos desaparecieron como por arte de magia. Desde aquel “no sé cuando” yo era simplemente un secuestrado sin capacidad de gestión, de hecho mi opinión dejó de importarles a los demás, lo único que podía hacer era mantenerme vivo, pero hasta eso hubo momentos en que no me importaba.

En el lugar donde estuve prisionero conocí a mucha gente que compartía conmigo esa pesadilla. En cuanto a los secuestradores no podían precisar cuántos eran y los nombres de todos, pero había algo muy curioso: no parecían malos y además no se ocultaban, y los tonos de sus voces no eran amenazadores.

Los verdaderos conflictos –curiosamente- los tenía no con los secuestradores, sino con todo el que se me pusiera enfrente. Las peleas y los insultos eran muy frecuentes, lo cual provocó que cada día me sintiera más aislado de los demás.

Conforme fui siendo conciente me preguntaba cómo era posible que entre las víctimas hubiera gente de todas las edades, pero sobre todo me impresionaban las mujeres, especialmente las jovencitas, muchas de las cuales fueron ultrajadas, y también había niños. La verdad es que yo sentía lástima por ellos, pero no estaba en condiciones de ayudarlos.

Todavía conservo las cicatrices de las cuerdas con las que estuve amarrado, y aunque es cierto que tuve varias oportunidades de escapar, lo más curioso es que en esos momentos no sentía deseos de abandonar todo aquello. Si no hubiera sido por mi familia y aquellos amigos que sin descanso buscaban cómo liberarme, todavía estaría secuestrado por aquel supuesto amigo llamado alcohol.

De lo que ahora estoy plenamente convencido es que, durante todos estos años mi familia sufrió mucho más que yo por mi secuestro.