Cómo engañar a la conciencia

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez  

 

 

Dentro de un esquema aristotélico tomista, podemos afirmar que el hombre es un compuesto consubstancial constituido por un cuerpo humano y un alma humana. Materia y espíritu formando un solo ser. En el alma, a su vez, descubrimos dos potencias superiores: inteligencia, voluntad, y además unos actos a los que conocemos como los sentimientos.

Nos distinguimos, con mucho, de los animales, en cuanto que la inteligencia es racional, es decir, con capacidad de descubrir nuevas verdades partiendo de las ya conocidas. Por su parte, la voluntad del hombre es libre, a diferencia de los irracionales, pues la nuestra no depende de los instintos, sino que puede decidir por encima de ellos. Podemos encontrar dos ejemplos en el ejercicio de la fidelidad matrimonial y en las prácticas de dietas alimenticias.

Claro está que no todos los hombres viven la lealtad a sus compromisos matrimoniales, ni todos los que deberían regular su alimentación lo consiguen, pero en estos casos nos encontramos frecuentemente ante personas que tienen debilitada la voluntad.

En lo que más nos parecemos a los animales es en los sentimientos, aunque nuestras pasiones también son distintas a las de ellos.

Por principio, el ser humano debería seguir el siguiente proceso: La razón debe señalar a la voluntad los distintos bienes que se adecuan a su naturaleza, así como dejar bien claro cuáles son las realidades que le son perjudiciales. De esta forma la voluntad debería tender hacia lo que está de acuerdo con la naturaleza humana y las condiciones propias de cada persona, y rechazar lo que le resulta antinatural o va en contra de sus compromisos y obligaciones. En definitiva, tender al bien y evitar el mal.

Sin embargo, en la práctica diaria vemos que la voluntad, haciéndole caso a los sentimientos, le dice al intelecto: Oye querida inteligencia, tú siempre me has dicho que esto es malo, y por lo tanto no me conviene, pero hazme un favor. Métete en tu bodega (memoria) y busca algunos datos que me permitan afirmar que, en mi caso, esto no es malo. Es más, que en mis circunstancias concretas, esto es lo conveniente.

En este juego la inteligencia traiciona su objeto, que es conocer y aceptar la verdad, y se dedica a inventar “su verdad”. A este proceso lo solemos nombrar como pretextos. Los pretextos no son otra cosa que argumentaciones tramposas para hacer lo que nos da la gana.

Llama la atención la capacidad que adquirimos desde muy pequeños para inventar subterfugios y disculpas, es decir, para amañar nuestros gustos y justificar nuestros errores. Pero el peligro mayor estriba en llegar al grado de deformar nuestra conciencia a base de engañarnos a nosotros mismos.