Año sacerdotal

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez  

 

 

El Papa Benedicto XVI decretó que a partir del día 19 de junio dé comienzo un “Año Sacerdotal”. Con este motivo el Cardenal Claudio Hummes -Prefecto de la Congregación para el Clero- escribió una carta a todo el mundo donde se lee: “Deberá ser un año positivo y propositivo en el que la Iglesia quiere decir que está orgullosa de sus sacerdotes, que los ama y que los admira, y que reconoce con gratitud su trabajo pastoral y su testimonio de vida. Verdaderamente los sacerdotes son importantes no sólo por cuanto hacen sino, sobre todo, por aquello que son. Al mismo tiempo, es verdad que a algunos se les ha visto implicados en graves problemas y situaciones delictivas. Obviamente es necesario continuar las investigaciones, juzgarles debidamente e infligirles las penas merecidas. Sin embargo, estos casos son un porcentaje muy pequeño en comparación con el número total del clero. “La inmensa mayoría de los sacerdotes son personas dignísimas. Es por eso que la Iglesia se muestra orgullosa de sus sacerdotes esparcidos por el mundo”.

En un clima social donde “todo cambia”, y a una velocidad nunca antes pensada, no debería extrañarnos que muchos no tengan la capacidad de asimilar la figura del sacerdote como un hombre consagrado que ha de vivir para Dios, y para los demás, desde la perspectiva de un ministerio que parece oponerse al pragmatismo tan propio de los avances técnicos y científicos.

El sacerdocio no se puede entender sin fe: Fe en la Iglesia; en los Sacramentos; en Dios. Como consecuencia de ello tampoco se entenderán su celibato, ni las demás regulaciones que atañen a los ministros sagrados. Esa es la gran limitación que tienen algunos para aceptar y dimensionar el sacerdocio ministerial dentro de la Iglesia fundada por Jesucristo y encomendada a sus Apóstoles y a sus sucesores.

Lo que convierte a un hombre en sacerdote no son sus fuerzas, ni sus capacidades, ni sus estudios, ni su trabajo; sino el Sacramento del Orden, y esto viene de Dios. A él le toca empeñarse para que las gracias recibidas no se vacíen de contenido, ni se pudran en su persona sino que, por el contrario, se conviertan en levadura sana y limpia para fermentar toda la masa.

Al sacerdote le toca participar y continuar el sacerdocio de Jesucristo en la cruz, muerto para redimir al hombre de la esclavitud del pecado. Es decir, está invitado -por su vocación- a renunciar a sus planes particulares para ponerse por completo al servicio de Dios y los demás. Si a alguien se le puede exigir no tener problemas personales es a él.

La función ministerial deberá ejercerse, pues, sirviendo de puente entre Dios y los hombres, facilitando que las gracias divinas se derramen sobre los hombres y la oración de las criaturas alcance los oídos de Dios.

A todos nos conviene que estos seres raros e incomprendidos tiendan a una vida coherente y santa, pero en tal labor nosotros también estamos involucrados.