Esas Misas

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez  

 

 

En cierta ocasión participé en un panel, dentro de un programa de televisión, donde el tema a comentar era la prohibición de recibir la Sagrada Comunión por quienes se encuentran en pecado mortal.

Como suele suceder en este tipo de programas -a los que se suele invitar a personas que no tienen la preparación necesaria- hubo participaciones de tipo sentimental y otras más fundamentadas en la doctrina predicada por la Iglesia Católica desde sus orígenes.

El punto que más llamó mi atención aquella noche fue la extrañeza de un participante cuando se sorprendió al recordarle que la Eucaristía no es un símbolo. Me parecía curioso que un católico no tuviera claro que las hostias y el vino consagrados por el sacerdote en el momento de la Consagración se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, a lo cual se le conoce como el milagro de la Transubstanciación, es decir, cambio de sustancias.

Los símbolos son realidades que hacen referencia a otras. Las formas consagradas no representan a Jesucristo: Son Jesucristo.

Quizás convenga recordar, también, que los fines de la Misa son cuatro: Adoración; acción de gracias; pedir perdón y pedir a Dios todo aquello que necesitamos (Fines Latréutico; Eucarístico; Propiciatorio e Impetratorio).

Lo anterior nos deja bien claro que la Misa no es para el pueblo… la Misa es para Dios.

Cuando se pierden de vista estas idea básicas la Santa Misa se convierte en un simple espectáculo, en una reunión donde lo importante es que los fieles escuchen con agrado lo que dice el sacerdote en la homilía, y mejor si la celebración está acompañada por un buen coro.

Con esta visión, puramente horizontal, es fácil perder la dimensión vertical: la “religación” del hombre con Dios y de Dios con el hombre. Se hace a un lado el misterio milagroso de la renovación de la Última Cena y la muerte de Jesús en el Calvario que se renuevan sobre el altar de forma incruenta.

El peligro es evidente: Los sacerdotes podemos sentir la tentación de pretender ser más exitosos, más “taquilleros”, y para conseguirlo se pueden buscar formas novedosas que resulten más atractivas a la gente y así poder llenar las iglesias.

La misión del sacerdote es, pues, celebrar con dignidad y con unción, sin confundir la liturgia con el “show”, preparando, además, el sermón para poder predicar la Palabra de Dios con claridad en bien de las almas.

Es interesante observar que los ornamentos para la celebración no se ajustan al cuerpo de los sacerdotes. La casulla –que recubre al celebrante- tiene una forma determinada con la que pareciera tratar de hacer desaparecer al padre zutano o perengano, para resaltar que todos, sin distinción, son el mismo Jesucristo.