Noche de “Halloween”

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Hace algunos años, estando yo en un Centro Universitario, en una noche de Halloween, llamó a la puerta el típico grupo de pequeñitos acompañados de tres jóvenes mamás.
Tal conjunto inspiraba, simple y llanamente, simpatía. Como es costumbre en esa noche, algunos de los chaparritos iban ataviados con espeluznantes disfraces.
Unos de los muchachos con quienes me encontraba charlando dentro de la casa quiso abrir la puerta, pero le pedí que me cediera la oportunidad de hacerlo. Así pues, salí a la calle... ¡vestido de sotana! ¿Por qué? Muy sencillo…: Soy sacerdote.
Lógicamente, conseguí mi propósito tanto con los niños como con sus mamás. Supongo que algunos de aquellos diminutos seres pudieron pensar que yo también andaba disfrazado para la ocasión. Una vez superado el asombro, uno de los mayores me abordó con la demanda de rigor en una noche así, preguntándome si yo también les daría los tan deseados dulces; pero mis malévolos planes eran otros muy distintos.
Comencé por mirarlos detenidamente y, cuando sentí que dominaba la situación, les dije: Miren, yo no tengo dulces, y ustedes… sí, por eso les propongo que esta vez, sean ustedes los que me den dulces a mí. ¿Qué les parece? Y acto seguido estiré la mano con la palma hacia arriba.
La respuesta no se hizo esperar, y uno a uno fueron pasando a depositar su voluntaria donación, que normalmente consistían en óbolos de una a tres golosinas. Para esto he de aclarar que las mamás no abrieron la boca; entendieron la jugada, y supieron mantenerse al margen sin dar indicaciones a los enanitos.
Hasta aquel momento todo iba muy bien, pero... faltaba aún lo mejor. Han de saber que el más joven del grupo, un pequeñín de, quizás dos años de edad, llevaba el tesoro más valioso: una bolsa transparente, de buen tamaño, llena de nueces y chocolates finos de muy buen ver, y de mucho mejor sabor, que se habría ganado por su encantadora carita. Pues bien, resulta que aquel señorcito se soltó de la mano de su mamá… ¡y me entregó la bolsa entera!
No, por favor, no piensen ustedes mal de mí, no soy tan canalla como para atreverme a aceptar aquel valiosísimo obsequio. Ante tal gesto, inclinándome un poco le dije: “Mira amiguito, me parece que esta bolsa debes llevártela tú completa. De todas maneras te doy las gracias”. No sé si me entendió bien lo que quise decirle, pero dio media vuelta y regresó al lado de su mami con la misma naturalidad; sin percatarse de la lección de generosidad que nos acababa de dar.
No dudo que haya adultos, muy ponderados y objetivos, quienes pretendiendo dar una explicación lógica al suceso, dirían que por su corta edad mi generoso amigo no sabía lo que hacía. De acuerdo, pero cuando recuerdo aquella noche de brujas, vienen a mi mente unas palabras de un libro muy famoso, y que si mal no recuerdo dicen así: “si no os hacéis como uno de estos niños pequeños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Mi duda ahora es: ¿Si entraremos nosotros?