¿Daños intangibles?

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez   

 

Qué claro tengo el recuerdo de un amiguito de la infancia, quien a sus nueve años se le ocurrió pasarse toda una mañana en un hotel de Cuernavaca asoleándose en la orilla de una hermosa alberca, en la cual podía meterse a refrescar cuando el calor ya picaba su blanca epidermis, para salir después, como si fuera un lagarto, a secar el agua que, forrando su cuerpo, hacía las veces de un pequeños vidrios de aumento, para quemarla despiadadamente.
Aquella noche fue de espanto. Quedó cubierto de quemaduras que le cubrían su piel con ampollas de diversos tamaños desde el cuello hasta los tobillos aunque, eso sí, respetando decentemente la zona de su traje de baño… ¡Qué difícil le resultó dormir!
Gracias a Dios, el remedio casero que le dio un “gringo” a su mamá resultó milagroso: bañar toda la piel quemada con mezcal... Sí, entendieron ustedes bien, “con mezcal” de ese que a veces lo venden con un gusano dentro de la botella. Pero fíjense bien que este párrafo comienza diciendo: “Gracias a Dios”, pues años después un médico me aclaró que este remedio pudo haber envenenado a mi amigo a través de la piel. Por lo tanto, no se les ocurra a ustedes hacer lo mismo.
Desde entonces, mi amigo no tiene pecas en la espalda, sino “espalditas en la peca”. Parece pantera.
Ya sé lo que estarán ustedes pensando: ¿Pero a quién se le puede ocurrir escribir un artículo sobre las pecas de un niño en las páginas editoriales de un periódico? Permítanme aclararles que…, a mí.
¿Que por qué? Porque me gustaría hacer conscientes a muchos de que algunas experiencias sufridas en los primeros años de vida, pueden dejar huellas imborrables tanto en el cuerpo, como en el alma de los hijos.
Leía en una revista un dato impresionante: Cuando un niño viaja sentado en el asiento delantero de un automóvil, el cual choca contra otro vehículo detenido o contra un muro, a una velocidad de apenas sesenta kilómetros por hora, el pequeño sale proyectado contra el tablero o el parabrisas con una fuerza equivalente a cuarenta y ocho veces su peso. Saquen ustedes las cuentas de lo que esto significa en cuanto al peso de sus hijos.
Aunque entre mis amigos, cuento con algunos médicos cirujanos, urgenciólogos y pediatras, a los cuales -por la crisis económica, no les está yendo muy bien-, la verdad es que no me hace ninguna ilusión que mejoren sus problemas monetarios intentando rehacer los cuerpecitos y las caritas de tantas criaturas cuyos despreocupados padres (entiéndase mamá y papá) no se toman la molestia de ponerles su cinturón de seguridad.
Tengo muy presente la respuesta de una ilusa señora, a la que sugerí que protegiera a su hijo que viajaba de pie sobre el asiento del copiloto, la cual me respondió: “Ya se lo dije, pero no quiere”. Todavía sigo sin entender esa estúpida respuesta.
Déjenme pedirles un favor: Antes de iniciar la marcha, aseguren a sus hijos. Lo que no ha pasado en años… puede suceder en segundos.