No tengo por qué pedir perdón
Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez
Desde hace ya varios años escribo en las páginas de
opinión, y por motivos de espacio mis artículos han de ser breves. Podemos decir
“articulitos”. De vez en cuando me encuentro con opiniones de algunos lectores
que critican lo que digo, asunto que no es de extrañar pues yo veo las cosas
desde una perspectiva, y cada persona ha de tener una visión distinta desde la
suya propia.
Sin embrago, lo que me llama la atención es que algunas de esas
críticas no se refieren a lo que yo escribo, sino a la molestia que sienten de
que sea un sacerdote el que se meta en asuntos donde, según ellos, no debo
hacerlo. Es como si se le negara a un cojo el derecho de opinar sobre futbol.
Otros inconformes aprovechan para reclamarme o desautorizarme por los
errores que “la Iglesia” ha cometido a lo largo de sus veinte siglos de historia
y, por lo tanto, todo lo que pueda yo opinar no tiene ningún valor. Seguramente
que estos “lectorcitos” (ya que leen mis “articulitos”) no son capaces de
distinguir entre los argumentos y los autores de ellos, y aun así, no veo qué
tenga que ver yo con lo que hicieron otros clérigos en los siglos pasados.
Es más, no sólo me refiero a los errores y delitos que han cometido algunos
eclesiásticos en épocas pretéritas, sino también a los que han cometido, están
cometiendo, y cometerán otros en estos tiempos. Yo soy responsable de mis actos,
y como no tengo autoridad sobre otros, tampoco tengo por qué cargar con sus
culpas.
Como mexicano no tengo que disculparme por los delitos que otros
mexicanos cometen en el extranjero, ni tengo por qué cargar con la culpa moral
de sus desatinos. De igual forma no tengo derecho a atribuirme los méritos de
mis paisanos en temas deportivos, culturales o científicos. Me podré sentir
orgulloso de sus éxitos, pero no merecedor de sus reconocimientos.
Nunca
faltarán manipuladores quienes pretendan crear en los demás enfermizos complejos
de culpabilidad queriendo cobrarles cuentas ajenas. Caer en esa sucia trampa
puede ser, también, un grave y culpable error. Que cada palo aguante su vela.
En todo caso, podré sentir pena, y hasta ofrecer ayuda, a las víctimas de
las malas acciones que otros ministros -y demás fieles de la Iglesia- cometan.
Pero nada más.
Responder por mis decisiones libres es una exigencia moral, y
entonces, claro que estoy obligado a pedir perdón y reparar los daños que yo
haya causado. Por el contrario, sentirme culpable de las injusticias ajenas,
insisto, es una gran tontería. Y renunciar al derecho que tengo de exponer mi
opinión en temas debatibles nadie me lo puede imponer.
Por otra parte, sé
que hay quienes tienen razón de sentirse agraviados por lo que algunos
eclesiásticos les han hecho, y aplaudo las acciones legales (si fuera el caso)
que se cursen para castigar a los culpables.
Pero como dice el dicho
popular: A mí, mis timbres.