El gran teatro del mundo
Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez
No resulta extraño descubrir que cada ser humano tiene la
capacidad de trazar e interpretar la novela de su vida, con toda
su tristeza, desventura, infortunio, desgracia, adversidad,
desamparo e infelicidad. Ay, en definitiva… ¡pobrecitos de
nosotros!
Gran parte de nuestro gusto por la vida está en el placer de sufrir
sintiéndonos incomprendidos. Así nos convertimos en el
personaje central de nuestra propia historia, siendo los demás los
malos, injustos e ingratos, y nosotros seremos aquella buena e
indefensa criatura digna de todo el amor, compasión y ternura.
Para este tipo de representaciones no es necesario contar con un
teatro repleto de espectadores, bastará con unas cuantas
personas que estén cerca de nosotros, y en el momento final de
la representación... el artista, sí, ese gran artista se encontrará...
solo..., solo..., ¡solo!, pues llega el momento en que los demás se
hartan de nuestra actuación, y nos abandonan, para dedicarse a
actividades que les resulten más provechosas.
Cada ser humano ha de representar un papel concreto en esta
vida. Ese rol en el que nadie puede sustituirnos. Cada quien
tendrá que conocer bien la tarea que le corresponda,
identificándose con su personaje -sin envidiar los ajenos-, deberá
aprender a moverse en el escenario con soltura; se exigirá en
hablar nada más cuando le den el pie, es decir, cuando toque su
turno, sin interrumpir a los demás actores; deberá exigirse para
saber cuándo entrar en escena y cuándo hacer “mutis”, esto es
desaparecer y que la obra siga su curso.
Por otra parte, conviene no perder de vista que el mejor actor, no
tiene por qué ser el rey, aunque luzca los vestidos más ricos y se
adorne con lindas joyas, que dicho sea de paso, siempre, sí
siempre, son simple utilería, y al terminar la representación,
deberán entregarse al encargado del vestuario para que puedan
ser usadas por otros actores, en otras obras. En muchas
ocasiones el mejor actor es el mendigo.
En la vida real no caben los monólogos, pues todos formamos
parte de una compañía, y cuando un actor pretende llevarse
todos los créditos, el gran público, quizás no sólo decida no
aplaudir sino, también, dejar de asistir a las salas donde nos
presentamos. También nuestros compañeros podrían firmar sus
contratos poniendo la condición de que no nos convoquen a
participar con ellos.
Si todos desempeñáramos nuestros papeles, sin perder de vista
estos principios del buen actuar, el gran teatro del mundo vería
con mucha frecuencia cómo los espectadores se ponen de pie
para aplaudir, una y otra vez nuestras obras... y esto tiene una
importancia infinita cada vez que somos conscientes de que
también nos contemplan desde el Cielo, y que seguramente
prefieren disfrutar de comedias ligeras, llenas de buen humor
más que de tragedias.
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