Dios no es ateo, Juan Pablo II tampoco

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez

 

 

Mucha gente usa la expresión “gracias a Dios” para tratar de decir: “afortunadamente”, lo cual nos ubica en dos realidades o cosmovisiones muy distintas entre sí, pues una reconoce a Dios como autor y causante primario o secundario de los acontecimientos, y la otra se basa en un devenir ciego producto del azar. Es decir, el primero es consecuencia de la “causalidad”, y el otro es producido por la “casualidad”. Pues bien, yo me declaro partidario de la primera forma de entender la realidad, y jugando con las palabras puedo afirmar que gracias a Dios, Dios no es ateo, sino muy por el contrario, es “profundamente creyente”. Dios “cree” en Dios, y como dice un libro por ahí, también cree en el hombre.

Para quienes tenemos la dicha de gozar de una fe sobrenatural, que nos ayuda a encontrar la cuadratura a los rectángulos, vemos en Juan Pablo II a un hombre que Dios ha regalado a la humanidad, en la quinta y última parte del siglo que hemos dejado atrás, y en los inicios de un milenio desconcertante, pero a la vez, muy esperanzador.

No cabe duda que esta figura ha sido clave en el rumbo que gran parte la humanidad ha seguido es estos años, con un Papa que viene trabajando la entrega de la estafeta secular y milenaria desde los comienzos de su pontificado. Un hombre con mentalidad universal como pocos la han tenido jamás, pues su partido está compuesto por todo tipo de personas, esto es: Divinas y humanas, no hay más. Las tres personas divinas en un solo Dios, y los millones de personas humanas en una sola familia, la de los hijos de Dios.

En su mensaje para la celebración de la jornada mundial de la paz en este día primero del año, podemos leer: “Con la perspectiva de un año lleno de significado, renuevo cordialmente a todos el deseo de paz: A todos digo que la paz es posible”. Ustedes perdonen pero esto me resulta asombroso, pues quizás por habernos curtido en un clima de noticias negativas y violentas hayamos perdido de vista que realmente la paz es posible. 

No estamos ante un hombre desconocedor de la realidad, o ante un candoroso soñador. No, sino ante un hombre que advierte: “El siglo XX nos deja en herencia, sobre todo, una advertencia: Unas guerras a menudo son causa de otras, ya que alimentan odios profundos, crean situaciones de injusticia y ofenden la dignidad y los derechos de las personas. En general, además de ser extraordinariamente dañinas, no resuelven los problemas que las originan y, por tanto, resultan inútiles. Con la guerra, la humanidad es la que pierde. Sólo desde la paz y con la paz se puede garantizar el respeto de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables”. Pero también dice que: “Es un deber recordar a los que, en un gran número, han contribuido a la afirmación de los derechos humanos y a su solemne proclamación, a la derrota de los totalitarismos, al final del colonialismo, al desarrollo de la democracia y a la creación de grandes organismos internacionales”.

Y más adelante, con la valentía que lo ha caracterizado en todos los escenarios mundiales afirma: “Los crímenes contra la humanidad no pueden ser considerados asuntos internos de una nación. En este sentido, la puesta en marcha de la institución de una Corte penal que los juzgue es un paso importante. Tenemos que dar gracias a Dios que siga creciendo, en la conciencia de los pueblos y las naciones, la convicción de que los derechos humanos, universales e indivisibles, no tienen fronteras”. Como también: “A este propósito la misma Organización de las Naciones Unidas tiene que ofrecer a todos los Estados miembros la misma oportunidad de participar en las decisiones, superando privilegios y discriminaciones que debilitan su papel y credibilidad”.

“Desde el momento en que la humanidad, llamada a ser una sola familia, todavía está dividida dramáticamente en dos, -en este momento más de mil cuatrocientos millones de personas viven en una situación de extrema pobreza-, es especialmente urgente reconsiderar los modelos que inspiran las opciones de desarrollo. Así pues, se tendrán que armonizar mejor las legítimas exigencias de eficacia económica con las de participación política y justicia social, sin recaer en los errores ideológicos cometidos en el siglo XX”. 

Por otra parte, parece ser que son muy pocos son los estadistas que han entendido el maravilloso contenido de la siguiente afirmación: “La promoción de los pobres es una gran ocasión para el crecimiento moral, cultural e incluso económico de la humanidad entera. Miremos a los pobres no como un problema, sino como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo el mundo”. Por mi parte concluyo: ¿Cuál será la parte de responsabilidad que a mí me corresponde en todo esto? (Fuente: L’Osservatore Romano).