La “historia negra” de la Iglesia

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez

 

 

¿Habían Ustedes oído que la equitación es sin duda el deporte más completo? Pues sin duda que sí, pero para el caballo. Digo esto porque no cabe duda que el hombre tiene la capacidad de interpretarlos todo tipo de hechos de forma parcial, adecuándolos a sus intereses personales.

Ahora bien, resulta evidente que la historia la escriben siempre los vencedores, y a lo largo de los dos últimos siglos los liberales, vencedores con la revolución francesa de las batallas en nivel ideológico y legal, han estimulado una leyenda negra en contra de todo lo que huela a cultura cristiana, haciendo creer al gran público que la Iglesia Católica ha entorpecido la cultura de la humanidad, pues los descubrimientos de las ciencias ponían en peligro sus dogmas, y así terminaría perdiendo el poder que le ha permitido dominar las conciencias durante siglos. Este argumento, a primera vista parecería razonable, sobre todo para aquellos que siendo estudiantes -y otros- están lejos de ser personas cultas (seamos sinceros por favor), sin embargo, esta idea no deja de ser una falacia, esto es, una mentira bien vestida, y bien maquillada.

Los enciclopedistas, racionalistas y naturalistas del siglo XVIII, y los positivistas del XIX, parece que hubieran comprado la patente de las ciencias modernas, como si antes que ellos no hubieran existido otros científicos. Esto, a todas luces resulta insostenible, y sin embargo podemos encontrar a maestros que quieren desconocer estas verdades dado que, hasta el siglo anterior los científicos habían sido hombres “creyentes”, lo cual, a los ojos de los liberales es considerado como un peligroso punto en su contra.

Al repasar la historia resulta indiscutible que las primeras universidades de todo el mundo fueron creadas a impulso y bajo la custodia de la Iglesia Católica, y un claro ejemplo de ello lo tenemos en la Real y “Pontificia” Universidad de México, actualmente conocida como la Universidad Nacional Autónoma de México, aunque hoy podemos conocerla como la Huelgista Universidad Nacional Autónoma de México. Pero no nos distraigamos.

La cultura de los clásicos griegos se salvó, en gran parte, gracias a la labor de los monjes amanuences en infinidad de conventos. Quienes rescataron a Aristóteles fueron los filósofos árabes Avisena y Aberroes, y más tarde fue introducido al mundo occidental por Santo Tomás de Aquino, quien aceptó como perfectamente válida su Metafísica realista, que sienta las bases de la experimentación científica moderna. Por otra parte, es de todos sabido que la labor educativa en los pueblos de Europa, América, Asia, y África ha sido realizada por instituciones religiosas, en las más diversas ciencias, durante siglos.

Kepler, quien al rededor de 1600 formulara sus tres famosas leyes donde se establecen relaciones matemáticas para las órbitas elípticas de los planetas alrededor del sol, estaba persuadido de que las leyes naturales pueden ser conocidas por el hombre , “puesto que Dios quiso que las reconociéramos al crearnos según su propia imagen, de manera que pudiéramos participar en sus mismos pensamientos”. En otro momento, con audacia, afirmó que “nuestro entendimiento es del mismo tipo que el divino”, añadiendo que “esto no supone irreverencia, los designios de Dios son impenetrables, pero no su creación material”. 

Copérnico, Galileo, y Newton, entre otros, tenían las mismas convicciones, quienes con paciente trabajo de muchísimos años, hicieron posible el nacimiento sistemático de la ciencia moderna allá por el siglo XVII, y con otras grandes figuras de esa época desarrollaron diversas disciplinas teniendo todos ellos las mismas convicciones, dado que eran cristianos, y no solo de nombre, sino frecuentemente, interesados también en cuestiones teológicas.

Los pioneros de la ciencia moderna trabajaron, pues, dentro de una “matriz cultural cristiana” que favoreció decisivamente sus investigaciones. La doctrina sobre las relaciones entre Dios, el hombre, y el universo, constituyen el fundamento teórico de la actitud científica, y la hicieron posible. De todo ello se deduce que tildar a la Iglesia de “oscurantista” no demuestra más que una obstinada y ciega mala voluntad. Nunca faltarán quienes insistan en sus acusaciones aludiendo al caso de Galileo, donde hasta el mismo Papa Juan Pablo II ha reconocido errores. Pero la auténtica historia del juicio a este gran científico deberá precisarse, con toda honradez, todavía mucho más.