Nosotros, los otros Amadeus

Autor: Padre Alejandro Cortés González-Báez  

 

 

Una año más en que después de un estupendo viaje de mil cien kilómetros, disfrutando las carreteras de mi país, me encuentro injertado en una actividad donde el estudio, el descanso, los ratos de deporte y la formación se conjugan de forma maravillosa. Este año estoy en Montefalco; hacienda que fuera ingenio de azúcar allá en los tiempos de antaño. 

Hoy por la mañana, alguien nos recordaba la importancia del apostolado en ese esfuerzo que nos corresponde a todos de recristianizar la sociedad -que con tanta insistencia ha venido insistiendo SS. Juan Pablo II-, el charlista hizo referencia a una anécdota sencilla que le sucedió hace días, aprovechando el momento para cargar gasolina. Mientras llenaban el tanque de su auto le sacó plática al despachador, con ese tipo de preguntas que hacen que las gentes se sientan tratadas como personas y no como máquinas. 

Así pues, se interesó por su horario de trabajo, por su familia y otras cuestiones, recibiendo respuestas de forma natural e inmediata; pero cuando llegó a preguntarle sobre su nombre, se topó con la siguiente afirmación: eso sí que no se lo voy a decir. Él le preguntó qué ¿por qué no quería decirlo? y la respuesta fue: es que mi nombre es muy feo. Sin embargo, él le dijo: pero, si no hay nombres feos; y por fin le aclaró: es que me llamo Amadeus. Lo demás puede resultar evidente para nosotros. El dueño del carro anotó: Pues mira, en mi opinión, Amadeus es el mejor músico que ha existido. Entonces el rostro de su interlocutor recobró su estado apacible y su sonrisa y preguntó: ¿y cómo se apellidaba? La respuesta era simple: Mozart. 

El buen Amadeus Pérez o González o Rodríguez o Cortés (no tengo más datos), quien durante años había tenido que cargar con la “afrenta” de llamarse así -e incluso se había negado a bautizar a sus hijos con su nombre- desde ese momento se sintió orgulloso mejorando mucho en su autoestima. 

Ahora bien, gracias a los ratos de estudio, y concretamente de Historia de la Filosofía, me encuentro de nuevo, con lo que Aristóteles afirma en el primer libro I de su Metafísica: “En el fondo de las cosas está siempre lo maravilloso”. He de aclarar que una de las grandes ventajas que estoy disfrutando en estos días, es la convivencia con un gran filósofo, y platicando con él sobre de Aristóteles, me aclaraba que esta afirmación hace referencia a lo maravilloso de las cosas ordinarias, y no a lo maravilloso de las cosas maravillosas. 

Por mi parte, le comenté que muchas veces disfruto de una experiencia que, estoy seguro, supera a la de quienes tienen la posibilidad de viajar mucho, y por todo el Mundo, conociendo lugares hermosos, pues en mi labor como director espiritual, con frecuencia me asombro de conocer lo que hay en el fondo de las almas, las cuales suelen manifestar una belleza muy superior a la que puede quedar plasmada por los grandes maestros de la fotografía y la pintura. Las luchas de la vida interior, con sus derrotas y victorias; con sus luces y sus sombras; con sus gozos y penas; con sus miserias y lo que la gracia divina va formando en ellas, no hay quien lo pueda materializar con colores. Aquel portento queda en un ámbito donde sólo Dios puede entrar; aunque otros podamos gozar de sus reflejos. 

No es raro que, en la búsqueda de la intimidad con Dios, haya quienes se sienten desanimados al no superar sus defectos y miserias, o al comprobar que la piedad no les fluye con facilidad, sino todo lo contrario, y en este estado es fácil deslizarse por la pendiente empinada del desánimo. Asunto que el pingo, el demonio, o el patas de cabra -como cada quien prefiera llamarlo- suele aprovechar para atizar nuestra tristeza. Cuánta importancia tiene, en estos casos, recordar que los logros de la vida espiritual no pueden ser medidos con criterios humanos. En definitiva, cada uno corremos el peligro ser otros Amadeus insatisfechos de nosotros mismos, cada vez que perdemos de vista que Dios nos ve como el mejor papá y no como un desconocido funcionario de la Secretaría de Hacienda, que se gana la vida buscando errores para imponer multas. 

Otro nombre propio que podría resultar desagradable a algunos es Teófilo, que significa nada menos que Hijo de Dios. Independientemente de cómo nos hayan bautizado, todos somos Teófilos. ¡Felicidades! Disfrutemos, pues, de ello.